Afirmacion de la Nacion ..Politicas Culturales


Presentación libro Martín Cruz Santos, Afirmando la nación… Políticas culturales en Puerto Rico[1]

1.      Estamos ante una interesantísima reflexión que atiende asuntos de muchísima importancia, por lo cual comenzamos dándole las gracias al autor, Martín Cruz Santos. Asuntos como el de las ideologías, las identidades, políticas culturales, la nación, hegemonía, el intelectual orgánico, tienen la capacidad de convocar a que se piense tanto  en lo que está ocurriendo en un país como a lo que se debe esperar. No se limitan, por su propia naturaleza, a aclarar un momento en el pasado, según se pretende casi siempre. Nos ponen a pensar y de qué forma. Espero que lo que les presentaré le pueda hacer justicia a tan rico estudio.
2.      El libro es un buen ejemplo de cómo se forja una subjetividad, una forma de concebir la existencia o la historia. Hace algunas décadas no nos expresábamos de esta forma. Parece que creíamos que los seres humanos nos dejábamos llevar por un sentido de la realidad que todos compartíamos. Había hechos y los seres humanos teníamos que serle fiel a ellos. Hoy tendemos a pensar de otro modo. Optamos por hablar preferiblemente de imaginarios o de comunidades “imaginadas”, según nos lo ha enseñado Benedict Anderson, a quien Martín Cruz Santos cita.
3.      Cruz Santos atiende el caso de la formación de una subjetividad muy específica. que es la que guió la construcción del Puerto Rico que se iba modernizando a mediados del siglo veinte. A decir verdad, todas las sociedades pasan por procesos de formación de subjetividades y nosotros no somos una excepción. Y es que todos los pueblos tienen historia, a veces más alegres, en ocasiones menos. El relato de Puerto Rico, debe decirse, no estuvo jalonado por batallas épicas. Pero es más fácil decir qué fue lo que no se vivió que señalar lo que ocurrió. Estamos ante un relato que intenta cumplir con lo primero y debemos celebrarlo.
4.      Desde luego, los procesos históricos no terminan y lo que Martín Cruz estudia ha sido objeto y continuará siendo objeto de erudición. No es casualidad que su libro sea tan actual, como lo son también libros que han tocado dimensiones análogas. Buenos ejemplos de ellos son los de Arleen Dávila del 1997 y el de Catherine Marsh Kennerley del 2008, Sponsored Identities y Negociaciones culturales, respectivamente, los cuales cita el autor.
5.      Las luchas que se dieron en la forja de la subjetividad que es tema del texto del autor constituye un relato muy interesante que atiende capítulos claves de lo que es el pensamiento puertorriqueño. Llegamos a postular oficialmente que somos más o menos una mezcla armoniosa de tres razas, noción que todavía circula, después de capítulos de especulación problemática entre estudiosos y políticos que, naturalmente, tenían su agenda. No es Manuel Alonso quien primero nos define, según algunos nos han querido dar a entender. Tampoco lo es Tapia, según otros que no han visto con buenos ojos los primeros. Los cronistas, agentes de la corona española, ya especulaban con lo que se suponía que fuéramos. Intentaban pensarnos desde su eurocentrismo y en sus crónicas encontramos un proyecto de subjetividad que naturalmente contendrá una buena dosis de rechazo de lo que supuestamente éramos.
6.      Así es como se nos ha estudiado y en ocasiones se tiene la impresión de que no hemos podido avanzar mucho porque parece que siempre regresamos a los mismos paradigmas interpretativos. Las hermenéuticas que se desarrollarán en el siglo veinte se teñirán del intento de  americanizarnos del gobierno de aquel país y, más específicamente, del entonces Departamento de Instrucción de Puerto Rico. Los comisionados que se importan a la isla para dirigir la agencia en las primeras décadas son académicos de mucho prestigio que debieron haber visto la tarea que se les había asignado para con Puerto Rico como un experimento extraordinario. En lo que harían, en lo que mandarían a hacer, no había ningún interés por reconocer especificidades culturales, pretensiones nacionales o la posibilidad de un proyecto social auto gestado por nuestras élites y mucho menos por nuestras masas.
7.      Los documentos del país se valían del inglés como mecanismo de comunicación. Los reglamentos eran en inglés. Los libros eran en inglés. Así se pretendía convertirnos en buenos súbditos “americanos”. Pero los procónsules, que no sabían español, jamás llegaban a conocernos.
8.      Las primeras reacciones firmes a las dinámicas que se vivían las protagonizarán intelectuales injustamente olvidados por la historia oficial que se patentizaría bajo el ELA. Se trata de personas como Luisa Capetillo y Ramón Romero Rosa, dirigentes obreros identificados con la Federación Laborista que presidía el líder sindical y defensor de la estadidad Santiago Iglesias Pantín, posteriormente Comisionado Residente de la Coalición republicana-socialista.
9.      Es en ese mismo ambiente que también surge el nacionalismo albizuista, decidido a hacerle frente a los procesos de asimilación que se vivían, además, en unas condiciones materiales que muy poco aportaban a justificarlos. Destruían como ha ocurrido más de una vez en la Modernidad la personalidad de una nación a la vez que socavaban las condiciones materiales sobre la que esta se desarrollaba.  Albizu Campos proclamaría, de modo problemático, que habíamos sido transformados por los Estados Unidos de una “nación de propietarios” a una “masa de peones”. Digo problemático porque esta descripción constituía una falsificación de la realidad que los puertorriqueños sufrimos bajo los españoles. En ello coincidían estudiosos tan disímiles como Salvador Brau, Ramón Romero Rosa y Eugenio María de Hostos. De un millón de habitantes que tenía Puerto Rico en la época de la invasión, 970,00 vivían en la más ignominiosa pobreza, según estos tres.
10.  Antonio S. Pedreira, autor del influyente Insularismo desarrollará su interpretación, menos heroica si se quiere, reclamando la importancia de la herencia española y admitiendo que el país se encontraba en una coyuntura de indecisión. Pedreira también reclamará un líder que pudiese atender la encrucijada. Debemos sospechar que conocía a Luis Muñoz Marín y que podía haber estado pensando en la capacidad de este para confrontar los retos que el país tenía ante sí.
11.  La importancia de Pedreira en este asunto no se puede dejar de reiterar pues probablemente serán sus visiones las que más contribuyan al desarrollo de la subjetividad que harán posible las políticas culturales que Martín Cruz atienda en el libro. Pedreira no “habla” de la nación puertorriqueña. Reconoce una personalidad a medio hacer que había quedado trunca en el 1898, pero no se percibe en su reflexión el deseo de que una cultura nacional puertorriqueña le sirviera de telón de fondo a un Estado nacional, ni voluntad de fundar un Estado nacional que impulsara una cultura nacional. La concepción de la cultura de Pedreira estaba muy influida por la del alemán Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, y la de don José Ortgega y Gasset, quien en aquella Rebelión de las masas que Pedreira debió haber leído, rechazaba la democratización que la Modernidad venía aportando, igual que Spengler.
12.  Tampoco se observará en el escenario que Martín  Cruz Santos nos presenta, y pasarán décadas hasta que haga acto de presencia, una reivindicación de lo que se ha llamado la herencia africana. No será hasta que Isabelo Zenón publique su importantísimo Narciso descubre su trasero por el 1974 y José Luis González dé a conocer su ensayo El país de cuatro pisos¸ que esto se haga con firmeza, aun cuando el Instituto de Cultura ya llevaba décadas incluyendo al africano en su sello oficial.
13.  En el 1940 el Partido Popular Democrático triunfaría en las elecciones y controlaría las dos cámaras legislativas, pero no sería hasta el 1948 que el país podría elegir a su primer gobernador y que éste entonces tendría el poder de nombrar a los secretarios que administrarían las distintas agencias gubernamentales. Hasta aquel año se dependía del gobernador nombrado por el presidente de los Estados Unidos para, por ejemplo, controlar la Universidad de Puerto Rico, algo que el PPD haría ya desde el 1942.
14.  Pero es a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, justo antes de aprobarse la constitución del llamado Estado Libre Asociado y después, en un país que el PPD dominaba ampliamente y que era controlado férreamente por su fundador Luis Muñoz Marín, que se desarrollan las “políticas culturales” en torno a las cuales escribe Martín Cruz Santos.
15.  Primero sería DIVEDCO, la llamada División de Educación de la Comunidad y posteriormente sería el Instituto de Cultura Puertorriqueña. La primera se crea en el entonces llamado Departamento de Instrucción Pública a finales de los cuarenta, pero pasará al segundo, cuando este se funde en el 1955. El rol que don Aguedo Mojica Marrero desempeñará posteriormente en aquel contexto, entre el 1957 y el 1968, atendiendo temas educativos y culturales en la legislatura, será clave, según Martín Cruz. Y a don Aguedo, quien a finales de su carrera universitaria se desempeñaría como director del Departamento de Filosofía del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, el autor le dedica el capítulo con el cual concluye el libro.
16.  Mojica no perteneció al grupo de intelectuales que se desplazó del Ateneo a la legislatura y que ha estudiado en Puerto Rico sobre todo María Elena Rodríguez Castro. Habían sido poetas, pero pasarían a ser arquitectos del Puerto Rico que se forjaba bajo el liderato de Muñoz Marín. Se trataba de los miembros de la importantísima generación del treinta, cuya voz más conocida era Antonio S. Pedreira. Sobresalían  Samuel R. Quiñones, quien eventualmente presidiría el Senado y Vicente Geigel Polanco, responsable de la legislación social de avanzada  popular de comienzo de los cuarenta.
17.  Don Águedo no pertenecía a este círculo pues, según nos informa el autor, permaneció en Humacao, donde sí se distinguió en organizaciones culturales de pueblo. Fue allí donde le habría conocido doña Inés María Mendoza, quien habría de ser compañera de Luis Munoz Marín, y, según añade Martín Cruz, responsable de que don Águedo fuera escogido personalmente por el líder del PPD para aspirar a una banca por acumulación en la Cámara de Representantes, donde llegaría a ser vicepresidente.
18.  Martín Cruz insiste en identificar estos intelectuales, al igual que a don Águedo, como intelectuales orgánicos. De intelectuales tradicionales, habrían pasado a constituirse en intelectuales orgánicos. Aquí tendríamos que preguntarnos si Antonio Gramsci, el filósofo italiano que desarrolló el concepto en sus Cuadernos de la Cárcel y uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano en los años veinte, al reflexionar sobre la dinámica estaba pesando exclusivamente en el contexto de una confrontación estrictamente entre clases sociales, aunque allí donde se expresa en torno a la “formación de los intelectuales” trajera a colación lo que denominará “grupo social”[2]. ¿Se puede hablar de intelectuales orgánicos en el contexto de un movimiento a medias populista, o únicamente en el de lucha de clases, según indica el autor que hizo Muñoz Marín, correcta o incorrectamente[3]? Con esto quiero cuestionar si entre aquellos jóvenes que primero fueron ateneístas u organizadores culturales, como lo fue don Águedo, ¿habría una concepción de una nueva realidad social? El Estado ciertamente se reconceptualizó, más bien como consecuencia del keynesianismo en boga, pero no hubo confrontación de dos proyectos hegemónicos, según habría de suceder en sociedades donde hubo partidos socialistas o comunistas fuertes, según creo que pensaba Gramsci[4].
19.   Sea como fuera, don Águedo, en sus doce años como legislador, se dedica con ahinco a impulsar medidas relacionadas a la escuela puertorriqueña[5]. El autor ha incluido en el libro varias fotos interesantísimas en las que don Águedo se ve junto a Muñoz Marín en actividades en las que se discutían asuntos relacionados al entonces conocido como Departamento de Instrucción Pública. Son evidencia, como la multiplicidad de documentos que el autor cita, del interés del entonces gobernador en la formación de los jóvenes del país. Del legislador, presidente de la comisión que atendía educación, no nos llama la atención, pero que el funcionario de mayor importancia en la isla participara tan activamente en ello, nos pone a  pensar.
20.  Don Águedo le pone fin a su activismo partidista en el 1968 cuando se da la ruptura en el PPD entre ciertos elementos más liberales, identificados con el gobernador Roberto Sánchez Vilella, quien pierde las elecciones de aquel año como candidato por el Partido del Pueblo, y las fuerzas aliadas al fundador del PPD, más conservadoras, quienes respaldaron a quien también perdería las elecciones como candidato a gobernador, don Luis Negrón López. Después de aquel fatídico 68 don Águedo se libera de sus responsabilidades partidistas y se le escucha expresarse a favor de la independencia del país, según ocurrirá con nuestro fenecido compueblano y cercanísimo amigo de Mojica, Luis Camacho.
21.  Pero no es don Águedo Mojica la figura principal del libro. Quien podría ser descrito en cierta medida como su protagonista es Luis Muñoz Marín y es a través de su gestión intelectual y partidista, aunque insistiendo en la primera, que el autor nos lleva a familiarizarnos con su muy acertada interpretación de las dinámicas culturales que caracterizaron al Puerto Rico de entonces. Muñoz Marín es necesariamente parte de los antecedentes del nacionalismo cultural que se vivirá en el país. Y será Muñoz quien controlará aquella legislación cultural con la que don Águedo colabora y que establecerá cierta normatividad, pero no porque era el caudillo para todos los efectos, sino porque, aparentemente, estaba genuinamente interesado en lo que habría de llegar a ser el puertorriqueño en aquel proceso de industrialización acelerada al que él estaba sometiendo a Puerto Rico.
22.   Pero el muñocismo, nos sugiere Martín Cruz Santos, no es homogéneo, como tampoco pueden ser descrita de esa forma las culturas, los Estados y las naciones. Si estos no son homogéneos y tiran de un lado y otro, es evidentemente imposible que a partir de ellos se construya algo que no sea como ellos. La referencia a Zygmunt Bauman, el teórico de la modernidad líquida, es imprescindible. Este plantea las dificultades de construir una nación sin tener a mano un Estado (29…), lo que ha sido nuestro caso. Esto lleva al autor a plantearse muy atinadamente que, igualmente, a un Estado nacional se le hace muy difícil mantener su apertura a la evolución de las culturas y  las diferencias.
23.  Puerto Rico es un claro ejemplo de una cultura que llega al poder sin contar con un Estado (33), según se ha comentado, sobre todo por el sociólogo Ángel Quintero Rivera. No por ello ha querido crear menos ciudadanía (31), que otras naciones con Estado. Entre nosotros también la reverencia o el sentimiento por la nación se utilizó con la intención de trascender intereses particulares, como señala Edwin Harvey en otra obra citada (34), o para que olvidáramos ciertos eventos, o ciertos personajes, según lo ha planteado el citado e imprescindible Arcadio Díaz Quiñones (84). Las visiones que se manejan en tales dinámicas, como  muy bien señala el autor, poseen “principios ordenadores del quehacer gubernamental que estuvieron presentes en la legislación cultural del Estado muñocista” (37).
24.  Ciertamente aquellos “principios ordenadores” permitirían crear DIVEDCO (División de la Educación de la Comunidad), luego bautizarla y posibilitarle su inmenso impacto en nuestra gente, pero lo que realmente caracteriza la experiencia puertorriqueña es que se utilizó una cultura específica, elaborada durante siglos según ya adelantamos, para rellenar el vacío conceptual del Estado nacional. Se inculcarían valores patrios a través de la antes mencionada División de Educación de la Comunidad, como mediante el Instituto de Cultura Puertorriqueña, creado posteriormente en el 1955 (85), y la celebración de efemérides como si fuéramos una nación soberana. De este modo “festejar la Constitución del ELA conllevaba para el imaginario muñocista idealizar la fórmula política establecida como “guardián de los valores de la cultura nacional puertorriqueña” (81 y 82).
25.  Pero cuidado. Se tendría que ver cuál era la cultura, o qué tipo de cultura era la que Muñoz Marín favorecía. A mi mejor entender este había tomado distancia de la celebración de la cultura nacional en la que algunos, como Antonio Fernós Isern, su cercano colega, o su primo Miguel Meléndez Muñoz, habían convertido el Foro del Ateneo Puertorriqueño celebrado en el 1940. Su ponencia “Cultura y democracia” es una reflexión fría que sorprende por la insistencia con la que el autor intenta profundizar en el concepto de democracia, la cual define como “una actitud hacia la vida”, como “una actitud de profunda igualdad entre los seres humanos”, como “la igualdad del alma humana ante la vida humana”, entre otras, hasta hacerla finalmente equivalente a la cultura: “… democracia y cultura son, en este sentido, la misma cosa noble y grande de una dignidad humana acechada y que se defiende”[6]. Allí Muñoz apenas hace referencia a Puerto Rico, si no es para indicar que en aquel contexto histórico  - se vivía la Segunda Guerra Mundial – nuestra isla podría ser “monasterio que preserve las verdades profundas de la democracia y la cultura”[7].
26.  Este es el Muñoz que Martín Cruz muy certeramente describe como girando “hacia el discurso normalizador del poder” (57). Muñoz toma distancia del nacionalismo. Es más, Muñoz se revela como antinacionalista (65), pero es porque está interesado en asumir el nacionalismo cultural que otros le habían estado trabajando quizás sin saberlo, como recurso político y hasta partidista.. Pudo haber sido una posición de principios, pero no deja de parecer una movida estratégica de un político que parecía no conocer más interés que el de continuar en el poder. Creo que por aquí nos encontramos con la gran aportación del libro. La cultura nacional, o la nación concebida como cultura, no necesitaría un Estado nacional, soberano, que era la independencia. Con las relaciones que había establecido la Ley Jones, la cual negaba la posibilidad del Estado nacional, bastaba y Muñoz Marín se imaginó que los puertorriqueños quedaríamos satisfechos con la defensa y celebración de la cultura como esta se entendía en el Instituto, en División de Educación de la Comunidad y en el Departamento de Instrucción Pública.
27.  Creo que sería necesario establecer una diferencia entre el modo en que Muñoz se expresaría y lo que expresarían los administradores de su gobierno.  Muñoz continuaría hablando de cultura, pero como él la entendía, más bien como modo de vida democrático que a su parecer se podría experimentar en la sociedad que él y su partido intentaban construir. Pero los demás insistirían en que la nación era la cultura, según señala Díaz Quiñones en una cita del texto La memoria rota (78). Ellos reivindicaban la cultura de las efemérides y la de la herencia histórica. Mientras que para él la cultura sería un estilo de vida, para los subalternos la cultura era lo que hacían sus seguidores en DIVEDCO (82), en el Departamento de Instrucción y en el Instituto de Cultura Puertorriqueña (82).
28.  En este contexto las palabras mediante las cuales don Ricardo Alegría define la cultura puertorriqueña, ¿acaso no impresionan como doblemente frívolas? “Desde el principio definimos la cultura nacional como el producto de la integración que en el curso de cuatro siglos y medio había tenido lugar en Puerto Rico entre las respectivas culturas de los indos taínos que poblaban la Isla para la época del Descubrimiento, de los españoles que la conquistaron y colonizaron y de los negros africanos que ya desde las primeras décadas del siglo XVI comenzaron a incorporarse a nuestra población” (152).
29.  Detrás de todo, según ya he sugerido, estaba el político que deseaba consolidar la hegemonía de su Partido Popular Democrático (127). Las raíces culturales nacionales que se fertilizaban debían de ponerle fin al nacionalismo político y fortalecer la fe en el gobierno, pese a que este carecía de soberanía. Se podría decir que Muñoz creía que el problema se había resuelto: “un procerato”, escribe él mismo, “había convertido ya a Puerto Rico en nación cultural” (113) y esto mantendría al país en calma..
30.  ¿No es cuando se percate de que estas instituciones no contribuían según él esperaba  a su concepción de la cultura (abstracta y moderna), que le veremos insertarse en las discusiones, las cuales el autor recoge tan adecuadamente, y promoviendo protagónicamente el concepto de serenidad? ¿No es por eso que convoca a Juana Rodríguez Mundo y a don Águedo a Trujillo Alto en el 1958 “con el propósito de plantear la “necesidad de bregar globalmente con todos los problemas básicos de la educación en Puerto Rico” (79 y 218)? Muñoz quiere asegurarse de que todo el aparato que dirige, incluyendo las escuelas, atienda el asunto cultural, pero como él lo había concebido desde el Foro de 1940.
31.  El Muñoz que se ha valido del nacionalismo cultural para esconder la ausencia de soberanía que el nacionalismo político denunciaba no perdió de vista su concepción moderna de la cultura. Debió haber concluido, como sugiere el autor (168), que el desarrollo económico que estaba impulsando por otro lado necesitaba de una estrategia cultural que trascendiera las políticas que encarnarían el Instituto y DIVEDCO. Muñoz entonces aborda el tema de la “serenidad del alma”, tema que no abandonará durante aquella década de los cincuenta y que es lo que le lleva a involucrarse cada vez más en discusiones sobre el sistema educativo y a proclamar la década del sesenta la década de la educación. Educadores como don Águedo Mojica debieron haberse sentido reivindicados pues el gobernante proclamaba cuantas veces podía la necesidad de que el país asegurara que su primera prioridad  fuera la educativa. Según nos dice el autor, en uno de sus discursos se refería al puertorriqueño como “una especie de hombre nuevo emergido de la educación pública promovida por el aparato gubernamental” (127).
32.  ¿Pero no se alejaba Muñoz Marín  – o no había estado alejado siempre - de las políticas culturales que afirmaban la nación al insistir en la serenidad abstracta que no tenía vínculos históricos con el país? ¿No se daría cuenta de que se necesitaba mucho más que la celebración de lo que se había sido?
33.  No creo que la nota final del autor sea optimista. Celebra por un lado, el valor que tuvo la presencia de personas como don Águedo Mojica en momentos en que se debatieron tan importantes asuntos. Mientras que por el otro reconoce que se troncharon las intenciones, o los “motivos”, según él lo describe, de lo que entonces se soñó. El autor se muestra interesado en estudiar otros momentos históricos, lo que a nosotros nos debe alegrar, pues lo que ha logrado en este estudio anticipa valiosos logros futuros. Debemos felicitarlo, darle las gracias y estimularlo a que continúe sus investigaciones.

Reseña del libro de Martín Cruz Santos, Afirmando la nación… Políticas culturales en Puerto Rico [8]
Por Rafael Aragunde
Estamos ante una interesantísima reflexión que atiende asuntos de muchísima importancia, tales como el de las ideologías, las identidades, políticas culturales, la nación, hegemonía y el intelectual orgánico. Todos tienen la capacidad de invitarnos a pensar tanto en lo que está ocurriendo como a lo que se debe esperar en el país del cual parte el autor. Por su propia naturaleza no se limitan a aclarar un momento en el pasado, según se pretende casi siempre.
El libro de Martín Cruz Santos, Afirmando la nación… Políticas culturales en Puerto Rico, es un buen ejemplo de cómo se forja una subjetividad, una forma de concebir la existencia o la historia. Hace algunas décadas no nos expresábamos de esta forma. Parece que creíamos que los seres humanos nos dejábamos llevar por un sentido de la realidad que todos compartíamos. Había hechos y los seres humanos teníamos que serle fiel a ellos. Hoy tendemos a pensar de otro modo. Optamos por hablar preferiblemente de imaginarios, o de comunidades “imaginadas”, según nos lo ha enseñado Benedict Anderson, a quien Martín Cruz Santos cita.
El autor atiende el caso de la formación de una subjetividad muy específica, que es la que guió la construcción del Puerto Rico que se iba modernizando a mediados del siglo veinte. A decir verdad, todas las sociedades pasan por procesos de formación de subjetividades y nosotros no somos una excepción. Y es que todos los pueblos tienen historia, a veces más alegres, en ocasiones menos. La de Puerto Rico, debe decirse, no estuvo jalonada por batallas militares de carácter épico, pero hemos tenido luchas de otro tipo que han exigido carácter y valentía. Desde luego, es mucho más fácil denunciar las efemérides que no se vivieron que indagar pacientemente en lo que no mereció la celebración apoteósica. El libro de Martín Cruz es un estudio sobre un momento de nuestra historia que apenas se celebra. Por eso se le debemos agradecer.
Desde luego, los procesos históricos no terminan y lo que Martín Cruz estudia ha sido objeto y continuará siendo objeto de erudición. No es casualidad que su libro sea tan actual, como lo son también libros que han tocado dimensiones análogas. Buenos ejemplos de ellos son los de Arleen Dávila del 1997 y el de Catherine Marsh Kennerley del 2008, Sponsored Identities y Negociaciones culturales, respectivamente, a los cuales también se refiere el autor[9].
Las luchas que se dieron en la forja de la subjetividad que es tema del texto constituyen un relato muy interesante que atiende capítulos claves de lo que es el pensamiento puertorriqueño. Llegamos a postular oficialmente que supuestamente somos más o menos una mezcla armoniosa de tres razas, noción que todavía circula, después de capítulos de especulación problemática entre estudiosos y políticos que, naturalmente, tenían su agenda. No es Manuel Alonso quien primero nos define, según algunos nos han querido dar a entender. Tampoco lo es Alejandro Tapia, según otros que no han visto con buenos ojos a los primeros. Los cronistas, agentes de la corona española, ya especulaban con lo que se suponía que fuéramos. Intentaban pensarnos desde su eurocentrismo y en sus crónicas encontramos un proyecto de subjetividad que naturalmente contendrá una buena dosis de rechazo de lo que supuestamente éramos.
Así es como se nos ha estudiado y en ocasiones se tiene la impresión de que no hemos podido avanzar mucho porque parece que siempre regresamos a los mismos paradigmas interpretativos. Las hermenéuticas que se desarrollarán en el siglo veinte se teñirán del intento de  americanizarnos del gobierno de aquel país y, más específicamente, del entonces Departamento de Instrucción de Puerto Rico. Los comisionados que se importan a la isla para dirigir la agencia en las primeras décadas son académicos de mucho prestigio que debieron haber visto la tarea que se les había asignado para con Puerto Rico como un experimento extraordinario. En lo que harían, en lo que mandarían a hacer, no había ningún interés por reconocer especificidades culturales, pretensiones nacionales o la posibilidad de un proyecto social auto gestado por nuestras élites y mucho menos por nuestras masas.
En aquellas primeras décadas del siglo veinte los documentos oficiales del país se valían del inglés como mecanismo de comunicación. Los reglamentos eran en inglés. Los libros eran en inglés. Así se pretendía convertirnos en buenos súbditos “americanos”. Pero los procónsules, que no sabían español, jamás llegaban a conocernos.
Las primeras reacciones firmes a las dinámicas que se vivían las protagonizarán intelectuales injustamente olvidados por la historia oficial que se patentizaría bajo el Estado Libre Asociado. Se trataba de personas como Luisa Capetillo y Ramón Romero Rosa, dirigentes obreros identificados con la Federación Laborista que presidía el líder sindical y defensor de la estadidad Santiago Iglesias Pantín, posteriormente Comisionado Residente de la Coalición republicana-socialista que controló la legislatura insular entre el 1933 y el 1940.
Es en ese mismo ambiente que también surge el nacionalismo albizuista, decidido a hacerle frente a los procesos de asimilación que se vivían, además, en unas condiciones materiales que muy poco aportaban a justificarlos. Destruían como ha ocurrido más de una vez en la Modernidad la personalidad de una nación a la vez que socavaban las condiciones materiales sobre la que esta se desarrollaba. Don Pedro Albizu Campos proclamaría, de modo problemático, que habíamos sido transformados por los Estados Unidos de una “nación de propietarios” a una “masa de peones”. Digo problemático porque esta descripción constituía una falsificación de la realidad que los puertorriqueños sufrimos bajo los españoles. En ello coincidían estudiosos con querencias políticas tan disímiles como Salvador Brau, Ramón Romero Rosa y Eugenio María de Hostos. De un millón de habitantes que tenía Puerto Rico en la época de la invasión, 970,00 vivían en la más ignominiosa pobreza, según estos tres.
Antonio S. Pedreira, autor del influyente ensayo Insularismo desarrollará su interpretación, mucho menos heroica si se quiere, reclamando la importancia de la herencia española y admitiendo que el país se encontraba en una coyuntura de indecisión. Pedreira también reclamará un líder que pudiese atender la encrucijada. Debemos sospechar que conocía a Luis Muñoz Marín y que podía haber estado pensando en la capacidad de este para confrontar los retos que el país tenía ante sí.
La importancia de Pedreira en este asunto no se puede dejar de reiterar pues probablemente serán sus visiones las que más contribuyan al desarrollo de la subjetividad que harán posible las políticas culturales que Martín Cruz atienda en el libro. Pedreira no “habla” de la nación puertorriqueña. Reconoce una personalidad a medio hacer que había quedado trunca en el 1898, pero no se percibe en su reflexión el deseo de que una cultura nacional puertorriqueña le sirviera de telón de fondo a un Estado nacional, ni voluntad de fundar un Estado nacional que impulsara una cultura nacional. La concepción de la cultura de Pedreira estaba muy influida por la del alemán Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, y la de don José Ortgega y Gasset, quien en aquella Rebelión de las masas que Pedreira debió haber leído, rechazaba la democratización que la Modernidad venía aportando, al igual que Spengler.
Tampoco se observará en el escenario que Martín  Cruz Santos nos presenta, y pasarán décadas hasta que haga acto de presencia, una reivindicación de lo que se ha llamado la herencia africana. No será hasta que Isabelo Zenón publique su importantísimo Narciso descubre su trasero por el 1974 y José Luis González dé a conocer su ensayo El país de cuatro pisos¸ que esto se haga con firmeza, aun cuando el Instituto de Cultura ya llevaba décadas incluyendo al africano en su sello oficial.
En el 1940 el Partido Popular Democrático (PPD) triunfaría en las elecciones y controlaría las dos cámaras legislativas, pero no sería hasta el 1948 que el país podría elegir a su primer gobernador y que éste entonces tendría el poder de nombrar a los secretarios que administrarían las distintas agencias gubernamentales. Hasta aquel año se dependía del gobernador nombrado por el presidente de los Estados Unidos para, por ejemplo, controlar la Universidad de Puerto Rico, algo que el PPD haría ya desde el 1942.
Pero es a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, justo antes de aprobarse la constitución del llamado Estado Libre Asociado y después, en un país que el PPD dominaba ampliamente y que era controlado férreamente por su fundador Luis Muñoz Marín, que se desarrollan las “políticas culturales” en torno a las cuales escribe Martín Cruz Santos.
Primero sería DIVEDCO, División de Educación de la Comunidad, y posteriormente sería el Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICPR). La primera se crea en el entonces llamado Departamento de Instrucción Pública a finales de los cuarenta, pero pasará al segundo, cuando este se funde en el 1955. El rol que don Aguedo Mojica Marrero desempeñará posteriormente en aquel contexto, entre el 1957 y el 1968, atendiendo temas educativos y culturales en la legislatura, será clave, según Martín Cruz. Y a don Aguedo, quien a finales de su carrera universitaria se desempeñaría como director del Departamento de Filosofía del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, el autor le dedica el capítulo con el cual concluye el libro.
Mojica no perteneció al grupo de intelectuales que se desplazó del Ateneo a la legislatura y que ha estudiado en Puerto Rico sobre todo María Elena Rodríguez Castro. Habían sido poetas, pero pasarían a ser arquitectos del Puerto Rico que se forjaba bajo el liderato de Muñoz Marín. Se trataba de los miembros de la importantísima generación del treinta, cuya voz más conocida era Antonio S. Pedreira. Sobresalían  Samuel R. Quiñones, quien eventualmente presidiría el Senado y Vicente Geigel Polanco, responsable de la legislación social de avanzada  del PPD de comienzo de los cuarenta.
Don Águedo no pertenecía a este círculo pues, según nos informa el autor, permaneció en Humacao, donde sí se distinguió en organizaciones culturales de pueblo. Fue allí donde le habría conocido doña Inés María Mendoza, quien se convertiría ser compañera de Luis Munoz Marín, y, según añade Martín Cruz, responsable de que don Águedo fuera escogido personalmente por el líder del PPD para aspirar a una banca por acumulación en la Cámara de Representantes, donde llegaría a ser vicepresidente.
Martín Cruz insiste en identificar estos intelectuales, al igual que a don Águedo, como intelectuales orgánicos. De intelectuales tradicionales, habrían pasado a constituirse en intelectuales orgánicos. Aquí tendríamos que preguntarnos si Antonio Gramsci, el filósofo italiano que desarrolló el concepto en sus Cuadernos de la Cárcel y uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano en los años veinte, al reflexionar sobre la dinámica estaba pesando exclusivamente en el contexto de una confrontación estrictamente entre clases sociales, aunque allí donde se expresa en torno a la “formación de los intelectuales” trajera a colación lo que denominará “grupo social”[10]. ¿Pero se puede hablar de intelectuales orgánicos en el contexto de un movimiento a medias populista, o únicamente en el de lucha de clases, según indica el autor que hizo Muñoz Marín, correcta o incorrectamente[11]? Con esto quiero cuestionar si entre aquellos jóvenes que primero fueron ateneístas u organizadores culturales, como lo fue don Águedo, ¿habría una concepción de una nueva realidad social? El Estado ciertamente se reconceptualizó, aunque más bien como consecuencia del keynesianismo en boga, pero no hubo confrontación de dos proyectos hegemónicos, según habría de suceder en sociedades donde hubo partidos socialistas o comunistas fuertes, según creo que pensaba Gramsci[12].
Sea como fuera, don Águedo, en sus doce años como legislador, se dedica con ahinco a impulsar medidas que pretendían impactar la escuela pública puertorriqueña[13]. El autor ha incluido en el libro varias fotos interesantísimas en las que don Águedo se ve junto a don Luis Muñoz Marín en actividades en las que se discutían asuntos relacionados al entonces conocido como Departamento de Instrucción Pública. Son evidencia, como la multiplicidad de documentos que el autor cita, del interés del entonces gobernador en la formación de los jóvenes del país. Del legislador, presidente de la comisión que atendía educación, no nos llama la atención, pero sí que el funcionario de mayor importancia en la isla participara tan activamente en ello.
Don Águedo le pone fin a su activismo partidista en el 1968 cuando se da la ruptura en el PPD entre ciertos elementos más liberales, identificados con el gobernador Roberto Sánchez Vilella, quien pierde las elecciones de aquel año como candidato por el Partido del Pueblo, y las fuerzas aliadas al fundador del PPD, más conservadoras, quienes respaldaron a quien también perdería las elecciones como candidato a gobernador, don Luis Negrón López. Después de aquel fatídico 68 don Águedo se libera de sus responsabilidades partidistas y se le escucha expresarse a favor de la independencia del país, según ocurrirá con el fenecido compueblano del autor y cercanísimo amigo de Mojica, el licenciado Luis Camacho.
Pero no es don Águedo Mojica la figura principal del libro. Quien podría ser descrito en cierta medida como su protagonista es Luis Muñoz Marín y es a través de su gestión intelectual y partidista, aunque insistiendo en la primera, que el autor nos lleva a familiarizarnos con su muy acertada interpretación de las dinámicas culturales que caracterizaron al Puerto Rico de entonces. Muñoz Marín es necesariamente parte de los antecedentes del nacionalismo cultural que se vivirá en el país. Y será Muñoz quien controlará aquella legislación cultural con la que don Águedo colabora y que establecerá cierta normatividad, pero no porque era el caudillo para todos los efectos, sino porque, aparentemente, estaba genuinamente interesado en lo que habría de llegar a ser el puertorriqueño en aquel proceso de industrialización acelerada al que él estaba sometiendo a Puerto Rico.
No obstante, según nos sugiere Martín Cruz Santos, el muñocismo no sería homogéneo, como tampoco pueden ser descritas de esa forma las culturas, los Estados y las naciones. Si estos no son homogéneos y tiran de un lado y otro, es evidentemente imposible que a partir de ellos se construya algo que no sea como ellos. La referencia a Zygmunt Bauman, el teórico de la modernidad líquida, es imprescindible. Este plantea las dificultades de construir una nación sin tener a mano un Estado (29…), lo que ha sido nuestro caso. Esto lleva al autor a plantearse muy atinadamente que, igualmente, a un Estado nacional se le hace muy difícil mantener su apertura a la evolución de las culturas y  las diferencias.
Puerto Rico es un claro ejemplo de una cultura que llega al poder sin contar con un Estado (33), según se ha comentado, sobre todo por el sociólogo Ángel Quintero Rivera. No por ello ha querido crear menos ciudadanía (31) que otras naciones con Estado. Entre nosotros también la reverencia o el sentimiento por la nación se utilizó con la intención de trascender intereses particulares, como señala Edwin Harvey en otra obra citada (34), o para que olvidáramos ciertos eventos, o ciertos personajes, según lo ha planteado el citado e imprescindible Arcadio Díaz Quiñones (84). Las visiones que se manejan en tales dinámicas, como  muy bien señala el autor, poseen “principios ordenadores del quehacer gubernamental que estuvieron presentes en la legislación cultural del Estado muñocista” (37).
Ciertamente aquellos “principios ordenadores” permitirían crear DIVEDCO, luego bautizarla y posibilitarle su inmenso impacto en nuestra gente, pero lo que realmente caracteriza la experiencia puertorriqueña es que se utilizó una cultura específica, elaborada durante siglos según ya adelantamos, para rellenar el vacío conceptual del Estado nacional. Se inculcarían valores patrios a través de la antes mencionada División de Educación de la Comunidad, como mediante el Instituto de Cultura Puertorriqueña, creado posteriormente en el 1955 (85), y la celebración de efemérides como si fuéramos una nación soberana. De este modo “festejar la Constitución del ELA conllevaba para el imaginario muñocista idealizar la fórmula política establecida como “guardián de los valores de la cultura nacional puertorriqueña” (81 y 82).
Pero tengamos cuidado. Se tendría que ver cuál era la cultura, o qué tipo de cultura era la que Muñoz Marín favorecía. A mi mejor entender este había tomado distancia de la celebración de la cultura nacional en la que algunos, como Antonio Fernós Isern, su cercano colega, o su primo Miguel Meléndez Muñoz, habían convertido el Foro del Ateneo Puertorriqueño celebrado en el 1940. Su ponencia “Cultura y democracia” es una reflexión fría que sorprende por la insistencia con la que el autor intenta profundizar en el concepto de democracia, la cual define como “una actitud hacia la vida”, como “una actitud de profunda igualdad entre los seres humanos”, como “la igualdad del alma humana ante la vida humana”, entre otras, hasta hacerla finalmente equivalente a la cultura: “… democracia y cultura son, en este sentido, la misma cosa noble y grande de una dignidad humana acechada y que se defiende”[14]. Allí Muñoz apenas hace referencia a Puerto Rico, si no es para indicar que en aquel contexto histórico  - se vivía la Segunda Guerra Mundial – nuestra isla podría ser “monasterio que preserve las verdades profundas de la democracia y la cultura”[15].
Este es el Muñoz Marín que Martín Cruz muy acertadamente describe como girando “hacia el discurso normalizador del poder” (57). Muñoz toma distancia del nacionalismo. Es más, Muñoz se revela como antinacionalista (65), pero es porque está interesado en asumir el nacionalismo cultural que otros le habían estado trabajando quizás sin saberlo, como recurso político y hasta partidista. Pudo haber sido una posición de principios, pero no deja de parecer una movida estratégica de un político que parecía no conocer más interés que el de continuar en el poder. Creo que por aquí nos encontramos con la gran aportación del libro. La cultura nacional, o la nación concebida como cultura, no necesitaría un Estado nacional, soberano, que era la independencia. Con las relaciones con los Estados Unidos que se habían formalizado a través de la Ley Jones, la cual negaba la posibilidad del Estado nacional, bastaba y Muñoz Marín se imaginó que los puertorriqueños quedaríamos satisfechos con la defensa y celebración de la cultura como esta se entendía en el Instituto de Cultura Puertorriqueña, en la División de Educación de la Comunidad y en el Departamento de Instrucción Pública.
Creo que sería necesario establecer una diferencia entre el modo en que Muñoz habría de  expresarse y lo que expresarían los administradores de su gobierno.  Muñoz continuaría hablando de cultura, pero como él la entendía, más bien como modo de vida democrático que a su parecer se podría experimentar en la sociedad que él y su partido intentaban construir. Pero los demás insistirían en que la nación era la cultura, según señala Díaz Quiñones en una cita del texto La memoria rota (78). Ellos reivindicaban la cultura de las efemérides y la de la herencia histórica. Mientras que para él la cultura sería un estilo de vida, para los subalternos la cultura era lo que hacían sus seguidores en DIVEDCO (82), en el DIP y en el ICPR (82).
En este contexto las palabras mediante las cuales don Ricardo Alegría define la cultura puertorriqueña, ¿acaso no impresionan como doblemente frívolas? “Desde el principio definimos la cultura nacional como el producto de la integración que en el curso de cuatro siglos y medio había tenido lugar en Puerto Rico entre las respectivas culturas de los indos taínos que poblaban la Isla para la época del Descubrimiento, de los españoles que la conquistaron y colonizaron y de los negros africanos que ya desde las primeras décadas del siglo XVI comenzaron a incorporarse a nuestra población” (152).
Detrás de todo, según ya he sugerido, estaba el político que deseaba consolidar la hegemonía de su Partido Popular Democrático (127). Las raíces culturales nacionales que se fertilizaban debían de ponerle fin al nacionalismo político y fortalecer la fe en el gobierno, pese a que este carecía de soberanía. Se podría decir que Muñoz creía que el problema se había resuelto: “un procerato”, escribe él mismo, “había convertido ya a Puerto Rico en nación cultural” (113) y esto mantendría al país en calma.
¿No es cuando se percate de que estas instituciones no contribuían, según él esperaba, a su concepción de la cultura (abstracta y moderna), que le veremos insertarse en las discusiones, las cuales el autor recoge tan adecuadamente, y promoviendo protagónicamente el concepto de serenidad? ¿No es por eso que convoca a Juana Rodríguez Mundo y a don Águedo a su residencia de campo en Trujillo Alto en el 1958 “con el propósito de plantear la “necesidad de bregar globalmente con todos los problemas básicos de la educación en Puerto Rico” (79 y 218)? Muñoz quiere asegurarse de que todo el aparato que dirige, incluyendo las escuelas, atienda el asunto cultural, pero como él lo había concebido desde el Foro de 1940.
El Muñoz que se ha valido del nacionalismo cultural para esconder la ausencia de soberanía que el nacionalismo político denunciaba no perdió de vista su concepción moderna de la cultura. Debió haber concluido, como sugiere el autor (168), que el desarrollo económico que estaba impulsando necesitaba una estrategia cultural que trascendiera las políticas que encarnarían el Instituto y DIVEDCO. Muñoz entonces aborda el tema de la “serenidad del alma”, tema que no abandonará durante aquella década de los cincuenta y que es lo que le lleva a involucrarse cada vez más en discusiones sobre el sistema educativo y a proclamar la década del sesenta la década de la educación. Educadores como don Águedo Mojica debieron haberse sentido reivindicados pues el gobernante proclamaba cuantas veces podía la necesidad de que el país asegurara que su primera prioridad  fuera la educativa. Según nos dice el autor, en uno de sus discursos se refería al puertorriqueño como “una especie de hombre nuevo emergido de la educación pública promovida por el aparato gubernamental” (127).
¿Pero no se alejaba Muñoz Marín  – o no había estado alejado siempre - de las políticas culturales que afirmaban la nación al insistir en una serenidad abstracta que no tenía vínculos culturales históricos con el país? ¿No se daría cuenta de que se necesitaba mucho más que la celebración de lo que se había sido?
No creo que la nota final del profesor Martín Cruz Santos sea optimista. Celebra por un lado, el valor que tuvo la presencia de personas como don Águedo Mojica en momentos en que se debatieron tan importantes asuntos. Mientras que por el otro reconoce que se troncharon las intenciones, o los “motivos”, según él lo describe, de lo que entonces se soñó. El autor se muestra interesado en estudiar otros momentos históricos, lo que a nosotros nos debe alegrar, pues lo que ha logrado en este estudio anticipa valiosos logros futuros. Debemos felicitarlo, darle las gracias y estimularlo a que continúe sus investigaciones.






[1] Cruz Santos, Martín, Afirmando la nación… Políticas culturales en Puerto Rico (1949-1968), San Juan: Ediciones Callejón, 2014.
[2] Gramsci, Antonio, Antología (edición Manuel Sacristán), Madrid: Siglo XXI, 1974, pp. 388 ss.
[3] Ver página 115, en la que el autor asevera que Muñoz Marín describió lo que se vivía en el país como lucha de clases.
[4] Ver discusión en p. 114.
[5] Radicó 33 proyectos y 10 resoluciones. Ver p. 235.
[6] Problemas de la cultura en Puerto Rico, Foro del Ateneo Puertorriqueño, 1940, Hato Rey: Editorial UPR, 1976, pp. 269-272.
[7] Ibid., p. 272.
[8] Cruz Santos, Martín, Afirmando la nación… Políticas culturales en Puerto Rico (1949-1968), San Juan: Ediciones Callejón, 2014.
[9] Marsh Kennerley, Negociaciones Culturales / Los intelectuales y el proyecto pedagógico del estado muñocista, San Juan: Ediciones Callejón, 2009. Y Dávila, Arlene M., Sponsored Identities / Cultural Politics in Puerto Rico, Philadelphia: Temple University Press, 1997.
[10] Gramsci, Antonio, Antología (edición Manuel Sacristán), Madrid: Siglo XXI, 1974, pp. 388 ss.
[11] Ver página 115, en la que el autor asevera que Muñoz Marín describió lo que se vivía en el país como lucha de clases.
[12] Ver discusión en p. 114.
[13] Radicó 33 proyectos y 10 resoluciones. Ver p. 235.
[14] Problemas de la cultura en Puerto Rico, Foro del Ateneo Puertorriqueño, 1940, Hato Rey: Editorial UPR, 1976, pp. 269-272.
[15] Ibid., p. 272.

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