Afirmacion de la Nacion ..Politicas Culturales
Presentación
libro Martín Cruz Santos, Afirmando la
nación… Políticas culturales en Puerto Rico[1]
1. Estamos
ante una interesantísima reflexión que
atiende asuntos de muchísima importancia, por lo cual comenzamos dándole las
gracias al autor, Martín Cruz Santos. Asuntos como el de las ideologías, las
identidades, políticas culturales, la nación, hegemonía, el intelectual
orgánico, tienen la capacidad de convocar a que se piense tanto en lo que está ocurriendo en un país como a
lo que se debe esperar. No se limitan, por su propia naturaleza, a aclarar un
momento en el pasado, según se pretende casi siempre. Nos ponen a pensar y de
qué forma. Espero que lo que les presentaré le pueda hacer justicia a tan rico
estudio.
2. El
libro es un buen ejemplo de cómo se forja una subjetividad, una forma de
concebir la existencia o la historia. Hace algunas décadas no nos expresábamos
de esta forma. Parece que creíamos que los seres humanos nos dejábamos llevar
por un sentido de la realidad que todos compartíamos. Había hechos y los seres
humanos teníamos que serle fiel a ellos. Hoy tendemos a pensar de otro modo.
Optamos por hablar preferiblemente de imaginarios o de comunidades
“imaginadas”, según nos lo ha enseñado Benedict Anderson, a quien Martín Cruz
Santos cita.
3. Cruz
Santos atiende el caso de la formación de una subjetividad muy específica. que
es la que guió la construcción del Puerto Rico que se iba modernizando a
mediados del siglo veinte. A decir verdad, todas las sociedades pasan por
procesos de formación de subjetividades y nosotros no somos una excepción. Y es
que todos los pueblos tienen historia, a veces más alegres, en ocasiones menos.
El relato de Puerto Rico, debe decirse, no estuvo jalonado por batallas épicas.
Pero es más fácil decir qué fue lo que no se vivió que señalar lo que ocurrió.
Estamos ante un relato que intenta cumplir con lo primero y debemos celebrarlo.
4. Desde
luego, los procesos históricos no terminan y lo que Martín Cruz estudia ha sido
objeto y continuará siendo objeto de erudición. No es casualidad que su libro
sea tan actual, como lo son también libros que han tocado dimensiones análogas.
Buenos ejemplos de ellos son los de Arleen Dávila del 1997 y el de Catherine
Marsh Kennerley del 2008, Sponsored
Identities y Negociaciones culturales,
respectivamente, los cuales cita el autor.
5. Las
luchas que se dieron en la forja de la subjetividad que es tema del texto del
autor constituye un relato muy interesante que atiende capítulos claves de lo
que es el pensamiento puertorriqueño. Llegamos a postular oficialmente que
somos más o menos una mezcla armoniosa de tres razas, noción que todavía
circula, después de capítulos de especulación problemática entre estudiosos y
políticos que, naturalmente, tenían su agenda. No es Manuel Alonso quien
primero nos define, según algunos nos han querido dar a entender. Tampoco lo es
Tapia, según otros que no han visto con buenos ojos los primeros. Los
cronistas, agentes de la corona española, ya especulaban con lo que se suponía
que fuéramos. Intentaban pensarnos desde su eurocentrismo y en sus crónicas
encontramos un proyecto de subjetividad que naturalmente contendrá una buena
dosis de rechazo de lo que supuestamente éramos.
6. Así
es como se nos ha estudiado y en ocasiones se tiene la impresión de que no
hemos podido avanzar mucho porque parece que siempre regresamos a los mismos
paradigmas interpretativos. Las hermenéuticas que se desarrollarán en el siglo
veinte se teñirán del intento de
americanizarnos del gobierno de aquel país y, más específicamente, del
entonces Departamento de Instrucción de Puerto Rico. Los comisionados que se
importan a la isla para dirigir la agencia en las primeras décadas son
académicos de mucho prestigio que debieron haber visto la tarea que se les
había asignado para con Puerto Rico como un experimento extraordinario. En lo
que harían, en lo que mandarían a hacer, no había ningún interés por reconocer
especificidades culturales, pretensiones nacionales o la posibilidad de un
proyecto social auto gestado por nuestras élites y mucho menos por nuestras
masas.
7. Los
documentos del país se valían del inglés como mecanismo de comunicación. Los
reglamentos eran en inglés. Los libros eran en inglés. Así se pretendía
convertirnos en buenos súbditos “americanos”. Pero los procónsules, que no
sabían español, jamás llegaban a conocernos.
8. Las
primeras reacciones firmes a las dinámicas que se vivían las protagonizarán
intelectuales injustamente olvidados por la historia oficial que se
patentizaría bajo el ELA. Se trata de personas como Luisa Capetillo y Ramón
Romero Rosa, dirigentes obreros identificados con la Federación Laborista que
presidía el líder sindical y defensor de la estadidad Santiago Iglesias Pantín,
posteriormente Comisionado Residente de la Coalición republicana-socialista.
9. Es
en ese mismo ambiente que también surge el nacionalismo albizuista, decidido a
hacerle frente a los procesos de asimilación que se vivían, además, en unas
condiciones materiales que muy poco aportaban a justificarlos. Destruían como
ha ocurrido más de una vez en la Modernidad la personalidad de una nación a la
vez que socavaban las condiciones materiales sobre la que esta se
desarrollaba. Albizu Campos proclamaría,
de modo problemático, que habíamos sido transformados por los Estados Unidos de
una “nación de propietarios” a una “masa de peones”. Digo problemático porque
esta descripción constituía una falsificación de la realidad que los
puertorriqueños sufrimos bajo los españoles. En ello coincidían estudiosos tan
disímiles como Salvador Brau, Ramón Romero Rosa y Eugenio María de Hostos. De
un millón de habitantes que tenía Puerto Rico en la época de la invasión,
970,00 vivían en la más ignominiosa pobreza, según estos tres.
10. Antonio
S. Pedreira, autor del influyente Insularismo
desarrollará su interpretación, menos heroica si se quiere, reclamando la
importancia de la herencia española y admitiendo que el país se encontraba en
una coyuntura de indecisión. Pedreira también reclamará un líder que pudiese
atender la encrucijada. Debemos sospechar que conocía a Luis Muñoz Marín y que
podía haber estado pensando en la capacidad de este para confrontar los retos
que el país tenía ante sí.
11. La
importancia de Pedreira en este asunto no se puede dejar de reiterar pues
probablemente serán sus visiones las que más contribuyan al desarrollo de la
subjetividad que harán posible las políticas culturales que Martín Cruz atienda
en el libro. Pedreira no “habla” de la nación puertorriqueña. Reconoce una
personalidad a medio hacer que había quedado trunca en el 1898, pero no se
percibe en su reflexión el deseo de que una cultura nacional puertorriqueña le
sirviera de telón de fondo a un Estado nacional, ni voluntad de fundar un
Estado nacional que impulsara una cultura nacional. La concepción de la cultura
de Pedreira estaba muy influida por la del alemán Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, y la de don
José Ortgega y Gasset, quien en aquella Rebelión
de las masas que Pedreira debió haber leído, rechazaba la democratización
que la Modernidad venía aportando, igual que Spengler.
12. Tampoco
se observará en el escenario que Martín
Cruz Santos nos presenta, y pasarán décadas hasta que haga acto de
presencia, una reivindicación de lo que se ha llamado la herencia africana. No
será hasta que Isabelo Zenón publique su importantísimo Narciso descubre su trasero por el 1974 y José Luis González dé a
conocer su ensayo El país de cuatro
pisos¸ que esto se haga con firmeza, aun cuando el Instituto de Cultura ya
llevaba décadas incluyendo al africano en su sello oficial.
13. En
el 1940 el Partido Popular Democrático triunfaría en las elecciones y
controlaría las dos cámaras legislativas, pero no sería hasta el 1948 que el
país podría elegir a su primer gobernador y que éste entonces tendría el poder
de nombrar a los secretarios que administrarían las distintas agencias
gubernamentales. Hasta aquel año se dependía del gobernador nombrado por el
presidente de los Estados Unidos para, por ejemplo, controlar la Universidad de
Puerto Rico, algo que el PPD haría ya desde el 1942.
14. Pero
es a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, justo antes de
aprobarse la constitución del llamado Estado Libre Asociado y después, en un
país que el PPD dominaba ampliamente y que era controlado férreamente por su
fundador Luis Muñoz Marín, que se desarrollan las “políticas culturales” en
torno a las cuales escribe Martín Cruz Santos.
15. Primero
sería DIVEDCO, la llamada División de Educación de la Comunidad y
posteriormente sería el Instituto de Cultura Puertorriqueña. La primera se crea
en el entonces llamado Departamento de Instrucción Pública a finales de los
cuarenta, pero pasará al segundo, cuando este se funde en el 1955. El rol que
don Aguedo Mojica Marrero desempeñará posteriormente en aquel contexto, entre
el 1957 y el 1968, atendiendo temas educativos y culturales en la legislatura,
será clave, según Martín Cruz. Y a don Aguedo, quien a finales de su carrera
universitaria se desempeñaría como director del Departamento de Filosofía del
Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, el autor le dedica el
capítulo con el cual concluye el libro.
16. Mojica
no perteneció al grupo de intelectuales que se desplazó del Ateneo a la
legislatura y que ha estudiado en Puerto Rico sobre todo María Elena Rodríguez
Castro. Habían sido poetas, pero pasarían a ser arquitectos del Puerto Rico que
se forjaba bajo el liderato de Muñoz Marín. Se trataba de los miembros de la
importantísima generación del treinta, cuya voz más conocida era Antonio S.
Pedreira. Sobresalían Samuel R.
Quiñones, quien eventualmente presidiría el Senado y Vicente Geigel Polanco,
responsable de la legislación social de avanzada popular de comienzo de los cuarenta.
17. Don
Águedo no pertenecía a este círculo pues, según nos informa el autor,
permaneció en Humacao, donde sí se distinguió en organizaciones culturales de
pueblo. Fue allí donde le habría conocido doña Inés María Mendoza, quien habría
de ser compañera de Luis Munoz Marín, y, según añade Martín Cruz, responsable
de que don Águedo fuera escogido personalmente por el líder del PPD para
aspirar a una banca por acumulación en la Cámara de Representantes, donde
llegaría a ser vicepresidente.
18. Martín
Cruz insiste en identificar estos intelectuales, al igual que a don Águedo,
como intelectuales orgánicos. De intelectuales tradicionales, habrían pasado a
constituirse en intelectuales orgánicos. Aquí tendríamos que preguntarnos si
Antonio Gramsci, el filósofo italiano que desarrolló el concepto en sus Cuadernos de la Cárcel y uno de los
fundadores del Partido Comunista Italiano en los años veinte, al reflexionar
sobre la dinámica estaba pesando exclusivamente en el contexto de una
confrontación estrictamente entre clases sociales, aunque allí donde se expresa
en torno a la “formación de los intelectuales” trajera a colación lo que
denominará “grupo social”[2].
¿Se puede hablar de intelectuales orgánicos en el contexto de un movimiento a
medias populista, o únicamente en el de lucha de clases, según indica el autor
que hizo Muñoz Marín, correcta o incorrectamente[3]?
Con esto quiero cuestionar si entre aquellos jóvenes que primero fueron
ateneístas u organizadores culturales, como lo fue don Águedo, ¿habría una
concepción de una nueva realidad social? El Estado ciertamente se
reconceptualizó, más bien como consecuencia del keynesianismo en boga, pero no
hubo confrontación de dos proyectos hegemónicos, según habría de suceder en
sociedades donde hubo partidos socialistas o comunistas fuertes, según creo que
pensaba Gramsci[4].
19. Sea como fuera, don Águedo, en sus doce años como
legislador, se dedica con ahinco a impulsar medidas relacionadas a la escuela
puertorriqueña[5].
El autor ha incluido en el libro varias fotos interesantísimas en las que don
Águedo se ve junto a Muñoz Marín en actividades en las que se discutían asuntos
relacionados al entonces conocido como Departamento de Instrucción Pública. Son
evidencia, como la multiplicidad de documentos que el autor cita, del interés
del entonces gobernador en la formación de los jóvenes del país. Del
legislador, presidente de la comisión que atendía educación, no nos llama la
atención, pero que el funcionario de mayor importancia en la isla participara
tan activamente en ello, nos pone a
pensar.
20. Don
Águedo le pone fin a su activismo partidista en el 1968 cuando se da la ruptura
en el PPD entre ciertos elementos más liberales, identificados con el
gobernador Roberto Sánchez Vilella, quien pierde las elecciones de aquel año
como candidato por el Partido del Pueblo, y las fuerzas aliadas al fundador del
PPD, más conservadoras, quienes respaldaron a quien también perdería las
elecciones como candidato a gobernador, don Luis Negrón López. Después de aquel
fatídico 68 don Águedo se libera de sus responsabilidades partidistas y se le
escucha expresarse a favor de la independencia del país, según ocurrirá con
nuestro fenecido compueblano y cercanísimo amigo de Mojica, Luis Camacho.
21. Pero
no es don Águedo Mojica la figura principal del libro. Quien podría ser
descrito en cierta medida como su protagonista es Luis Muñoz Marín y es a
través de su gestión intelectual y partidista, aunque insistiendo en la
primera, que el autor nos lleva a familiarizarnos con su muy acertada
interpretación de las dinámicas culturales que caracterizaron al Puerto Rico de
entonces. Muñoz Marín es necesariamente parte de los antecedentes del
nacionalismo cultural que se vivirá en el país. Y será Muñoz quien controlará
aquella legislación cultural con la que don Águedo colabora y que establecerá
cierta normatividad, pero no porque era el caudillo para todos los efectos,
sino porque, aparentemente, estaba genuinamente interesado en lo que habría de
llegar a ser el puertorriqueño en aquel proceso de industrialización acelerada
al que él estaba sometiendo a Puerto Rico.
22. Pero el muñocismo, nos sugiere Martín Cruz
Santos, no es homogéneo, como tampoco pueden ser descrita de esa forma las
culturas, los Estados y las naciones. Si estos no son homogéneos y tiran de un
lado y otro, es evidentemente imposible que a partir de ellos se construya algo
que no sea como ellos. La referencia a Zygmunt Bauman, el teórico de la
modernidad líquida, es imprescindible. Este plantea las dificultades de
construir una nación sin tener a mano un Estado (29…), lo que ha sido nuestro caso.
Esto lleva al autor a plantearse muy atinadamente que, igualmente, a un Estado
nacional se le hace muy difícil mantener su apertura a la evolución de las
culturas y las diferencias.
23. Puerto
Rico es un claro ejemplo de una cultura que llega al poder sin contar con un
Estado (33), según se ha comentado, sobre todo por el sociólogo Ángel Quintero
Rivera. No por ello ha querido crear menos ciudadanía (31), que otras naciones
con Estado. Entre nosotros también la reverencia o el sentimiento por la nación
se utilizó con la intención de trascender intereses particulares, como señala
Edwin Harvey en otra obra citada (34), o para que olvidáramos ciertos eventos,
o ciertos personajes, según lo ha planteado el citado e imprescindible Arcadio
Díaz Quiñones (84). Las visiones que se manejan en tales dinámicas, como muy bien señala el autor, poseen “principios
ordenadores del quehacer gubernamental que estuvieron presentes en la
legislación cultural del Estado muñocista” (37).
24. Ciertamente
aquellos “principios ordenadores” permitirían crear DIVEDCO (División de la
Educación de la Comunidad), luego bautizarla y posibilitarle su inmenso impacto
en nuestra gente, pero lo que realmente caracteriza la experiencia
puertorriqueña es que se utilizó una cultura específica, elaborada durante
siglos según ya adelantamos, para rellenar el vacío conceptual del Estado
nacional. Se inculcarían valores patrios a través de la antes mencionada
División de Educación de la Comunidad, como mediante el Instituto de Cultura
Puertorriqueña, creado posteriormente en el 1955 (85), y la celebración de
efemérides como si fuéramos una nación soberana. De este modo “festejar la
Constitución del ELA conllevaba para el imaginario muñocista idealizar la
fórmula política establecida como “guardián
de los valores de la cultura nacional puertorriqueña” (81 y 82).
25. Pero
cuidado. Se tendría que ver cuál era la cultura, o qué tipo de cultura era la
que Muñoz Marín favorecía. A mi mejor entender este había tomado distancia de
la celebración de la cultura nacional en la que algunos, como Antonio Fernós
Isern, su cercano colega, o su primo Miguel Meléndez Muñoz, habían convertido
el Foro del Ateneo Puertorriqueño celebrado en el 1940. Su ponencia “Cultura y
democracia” es una reflexión fría que sorprende por la insistencia con la que
el autor intenta profundizar en el concepto de democracia, la cual define como
“una actitud hacia la vida”, como “una actitud de profunda igualdad entre los
seres humanos”, como “la igualdad del alma humana ante la vida humana”, entre
otras, hasta hacerla finalmente equivalente a la cultura: “… democracia y
cultura son, en este sentido, la misma cosa noble y grande de una dignidad
humana acechada y que se defiende”[6].
Allí Muñoz apenas hace referencia a Puerto Rico, si no es para indicar que en
aquel contexto histórico - se vivía la
Segunda Guerra Mundial – nuestra isla podría ser “monasterio que preserve las
verdades profundas de la democracia y la cultura”[7].
26. Este
es el Muñoz que Martín Cruz muy certeramente describe como girando “hacia el
discurso normalizador del poder” (57). Muñoz toma distancia del nacionalismo.
Es más, Muñoz se revela como antinacionalista (65), pero es porque está
interesado en asumir el nacionalismo cultural que otros le habían estado
trabajando quizás sin saberlo, como recurso político y hasta partidista.. Pudo
haber sido una posición de principios, pero no deja de parecer una movida
estratégica de un político que parecía no conocer más interés que el de
continuar en el poder. Creo que por aquí nos encontramos con la gran aportación
del libro. La cultura nacional, o la nación concebida como cultura, no
necesitaría un Estado nacional, soberano, que era la independencia. Con las
relaciones que había establecido la Ley Jones, la cual negaba la posibilidad
del Estado nacional, bastaba y Muñoz Marín se imaginó que los puertorriqueños
quedaríamos satisfechos con la defensa y celebración de la cultura como esta se
entendía en el Instituto, en División de Educación de la Comunidad y en el
Departamento de Instrucción Pública.
27. Creo
que sería necesario establecer una diferencia entre el modo en que Muñoz se
expresaría y lo que expresarían los administradores de su gobierno. Muñoz continuaría hablando de cultura, pero
como él la entendía, más bien como modo de vida democrático que a su parecer se
podría experimentar en la sociedad que él y su partido intentaban construir.
Pero los demás insistirían en que la nación era la cultura, según señala Díaz
Quiñones en una cita del texto La memoria
rota (78). Ellos reivindicaban la cultura de las efemérides y la de la
herencia histórica. Mientras que para él la cultura sería un estilo de vida,
para los subalternos la cultura era lo que hacían sus seguidores en DIVEDCO
(82), en el Departamento de Instrucción y en el Instituto de Cultura
Puertorriqueña (82).
28. En
este contexto las palabras mediante las cuales don Ricardo Alegría define la
cultura puertorriqueña, ¿acaso no impresionan como doblemente frívolas? “Desde
el principio definimos la cultura nacional como el producto de la integración
que en el curso de cuatro siglos y medio había tenido lugar en Puerto Rico
entre las respectivas culturas de los indos taínos que poblaban la Isla para la
época del Descubrimiento, de los españoles que la conquistaron y colonizaron y
de los negros africanos que ya desde las primeras décadas del siglo XVI
comenzaron a incorporarse a nuestra población” (152).
29. Detrás
de todo, según ya he sugerido, estaba el político que deseaba consolidar la
hegemonía de su Partido Popular Democrático (127). Las raíces culturales
nacionales que se fertilizaban debían de ponerle fin al nacionalismo político y
fortalecer la fe en el gobierno, pese a que este carecía de soberanía. Se
podría decir que Muñoz creía que el problema se había resuelto: “un procerato”,
escribe él mismo, “había convertido ya a Puerto Rico en nación cultural” (113)
y esto mantendría al país en calma..
30. ¿No
es cuando se percate de que estas instituciones no contribuían según él
esperaba a su concepción de la cultura
(abstracta y moderna), que le veremos insertarse en las discusiones, las cuales
el autor recoge tan adecuadamente, y promoviendo protagónicamente el concepto
de serenidad? ¿No es por eso que convoca a Juana Rodríguez Mundo y a don Águedo
a Trujillo Alto en el 1958 “con el propósito de plantear la “necesidad de
bregar globalmente con todos los problemas básicos de la educación en Puerto
Rico” (79 y 218)? Muñoz quiere asegurarse de que todo el aparato que dirige,
incluyendo las escuelas, atienda el asunto cultural, pero como él lo había concebido
desde el Foro de 1940.
31. El
Muñoz que se ha valido del nacionalismo cultural para esconder la ausencia de
soberanía que el nacionalismo político denunciaba no perdió de vista su
concepción moderna de la cultura. Debió haber concluido, como sugiere el autor
(168), que el desarrollo económico que estaba impulsando por otro lado
necesitaba de una estrategia cultural que trascendiera las políticas que
encarnarían el Instituto y DIVEDCO. Muñoz entonces aborda el tema de la
“serenidad del alma”, tema que no abandonará durante aquella década de los
cincuenta y que es lo que le lleva a involucrarse cada vez más en discusiones
sobre el sistema educativo y a proclamar la década del sesenta la década de la
educación. Educadores como don Águedo Mojica debieron haberse sentido
reivindicados pues el gobernante proclamaba cuantas veces podía la necesidad de
que el país asegurara que su primera prioridad
fuera la educativa. Según nos dice el autor, en uno de sus discursos se
refería al puertorriqueño como “una especie de hombre nuevo emergido de la
educación pública promovida por el aparato gubernamental” (127).
32. ¿Pero
no se alejaba Muñoz Marín – o no había
estado alejado siempre - de las políticas culturales que afirmaban la nación al
insistir en la serenidad abstracta que no tenía vínculos históricos con el
país? ¿No se daría cuenta de que se necesitaba mucho más que la celebración de
lo que se había sido?
33. No
creo que la nota final del autor sea optimista. Celebra por un lado, el valor
que tuvo la presencia de personas como don Águedo Mojica en momentos en que se
debatieron tan importantes asuntos. Mientras que por el otro reconoce que se
troncharon las intenciones, o los “motivos”, según él lo describe, de lo que
entonces se soñó. El autor se muestra interesado en estudiar otros momentos
históricos, lo que a nosotros nos debe alegrar, pues lo que ha logrado en este
estudio anticipa valiosos logros futuros. Debemos felicitarlo, darle las
gracias y estimularlo a que continúe sus investigaciones.
Reseña del libro de Martín Cruz
Santos, Afirmando la nación… Políticas
culturales en Puerto Rico [8]
Por Rafael Aragunde
Estamos
ante una interesantísima reflexión que
atiende asuntos de muchísima importancia, tales como el de las ideologías, las
identidades, políticas culturales, la nación, hegemonía y el intelectual
orgánico. Todos tienen la capacidad de invitarnos a pensar tanto en lo que está
ocurriendo como a lo que se debe esperar en el país del cual parte el autor.
Por su propia naturaleza no se limitan a aclarar un momento en el pasado, según
se pretende casi siempre.
El
libro de Martín Cruz Santos, Afirmando
la nación… Políticas culturales en Puerto Rico,
es un buen ejemplo de cómo se forja una subjetividad, una forma de concebir la
existencia o la historia. Hace algunas décadas no nos expresábamos de esta
forma. Parece que creíamos que los seres humanos nos dejábamos llevar por un
sentido de la realidad que todos compartíamos. Había hechos y los seres humanos
teníamos que serle fiel a ellos. Hoy tendemos a pensar de otro modo. Optamos
por hablar preferiblemente de imaginarios, o de comunidades “imaginadas”, según
nos lo ha enseñado Benedict Anderson, a quien Martín Cruz Santos cita.
El
autor atiende el caso de la formación de una subjetividad muy específica, que
es la que guió la construcción del Puerto Rico que se iba modernizando a
mediados del siglo veinte. A decir verdad, todas las sociedades pasan por procesos
de formación de subjetividades y nosotros no somos una excepción. Y es que
todos los pueblos tienen historia, a veces más alegres, en ocasiones menos. La
de Puerto Rico, debe decirse, no estuvo jalonada por batallas militares de
carácter épico, pero hemos tenido luchas de otro tipo que han exigido carácter
y valentía. Desde luego, es mucho más fácil denunciar las efemérides que no se
vivieron que indagar pacientemente en lo que no mereció la celebración
apoteósica. El libro de Martín Cruz es un estudio sobre un momento de nuestra
historia que apenas se celebra. Por eso se le debemos agradecer.
Desde
luego, los procesos históricos no terminan y lo que Martín Cruz estudia ha sido
objeto y continuará siendo objeto de erudición. No es casualidad que su libro
sea tan actual, como lo son también libros que han tocado dimensiones análogas.
Buenos ejemplos de ellos son los de Arleen Dávila del 1997 y el de Catherine
Marsh Kennerley del 2008, Sponsored
Identities y Negociaciones culturales,
respectivamente, a los cuales también se refiere el autor[9].
Las
luchas que se dieron en la forja de la subjetividad que es tema del texto
constituyen un relato muy interesante que atiende capítulos claves de lo que es
el pensamiento puertorriqueño. Llegamos a postular oficialmente que
supuestamente somos más o menos una mezcla armoniosa de tres razas, noción que
todavía circula, después de capítulos de especulación problemática entre
estudiosos y políticos que, naturalmente, tenían su agenda. No es Manuel Alonso
quien primero nos define, según algunos nos han querido dar a entender. Tampoco
lo es Alejandro Tapia, según otros que no han visto con buenos ojos a los
primeros. Los cronistas, agentes de la corona española, ya especulaban con lo
que se suponía que fuéramos. Intentaban pensarnos desde su eurocentrismo y en
sus crónicas encontramos un proyecto de subjetividad que naturalmente contendrá
una buena dosis de rechazo de lo que supuestamente éramos.
Así
es como se nos ha estudiado y en ocasiones se tiene la impresión de que no
hemos podido avanzar mucho porque parece que siempre regresamos a los mismos
paradigmas interpretativos. Las hermenéuticas que se desarrollarán en el siglo
veinte se teñirán del intento de
americanizarnos del gobierno de aquel país y, más específicamente, del
entonces Departamento de Instrucción de Puerto Rico. Los comisionados que se
importan a la isla para dirigir la agencia en las primeras décadas son
académicos de mucho prestigio que debieron haber visto la tarea que se les
había asignado para con Puerto Rico como un experimento extraordinario. En lo
que harían, en lo que mandarían a hacer, no había ningún interés por reconocer
especificidades culturales, pretensiones nacionales o la posibilidad de un
proyecto social auto gestado por nuestras élites y mucho menos por nuestras
masas.
En
aquellas primeras décadas del siglo veinte los documentos oficiales del país se
valían del inglés como mecanismo de comunicación. Los reglamentos eran en
inglés. Los libros eran en inglés. Así se pretendía convertirnos en buenos
súbditos “americanos”. Pero los procónsules, que no sabían español, jamás
llegaban a conocernos.
Las
primeras reacciones firmes a las dinámicas que se vivían las protagonizarán
intelectuales injustamente olvidados por la historia oficial que se
patentizaría bajo el Estado Libre Asociado. Se trataba de personas como Luisa
Capetillo y Ramón Romero Rosa, dirigentes obreros identificados con la
Federación Laborista que presidía el líder sindical y defensor de la estadidad
Santiago Iglesias Pantín, posteriormente Comisionado Residente de la Coalición
republicana-socialista que controló la legislatura insular entre el 1933 y el 1940.
Es
en ese mismo ambiente que también surge el nacionalismo albizuista, decidido a
hacerle frente a los procesos de asimilación que se vivían, además, en unas
condiciones materiales que muy poco aportaban a justificarlos. Destruían como
ha ocurrido más de una vez en la Modernidad la personalidad de una nación a la
vez que socavaban las condiciones materiales sobre la que esta se desarrollaba.
Don Pedro Albizu Campos proclamaría, de modo problemático, que habíamos sido
transformados por los Estados Unidos de una “nación de propietarios” a una
“masa de peones”. Digo problemático porque esta descripción constituía una
falsificación de la realidad que los puertorriqueños sufrimos bajo los
españoles. En ello coincidían estudiosos con querencias políticas tan disímiles
como Salvador Brau, Ramón Romero Rosa y Eugenio María de Hostos. De un millón
de habitantes que tenía Puerto Rico en la época de la invasión, 970,00 vivían
en la más ignominiosa pobreza, según estos tres.
Antonio
S. Pedreira, autor del influyente ensayo Insularismo
desarrollará su interpretación, mucho menos heroica si se quiere, reclamando la
importancia de la herencia española y admitiendo que el país se encontraba en
una coyuntura de indecisión. Pedreira también reclamará un líder que pudiese atender
la encrucijada. Debemos sospechar que conocía a Luis Muñoz Marín y que podía
haber estado pensando en la capacidad de este para confrontar los retos que el
país tenía ante sí.
La
importancia de Pedreira en este asunto no se puede dejar de reiterar pues
probablemente serán sus visiones las que más contribuyan al desarrollo de la
subjetividad que harán posible las políticas culturales que Martín Cruz atienda
en el libro. Pedreira no “habla” de la nación puertorriqueña. Reconoce una
personalidad a medio hacer que había quedado trunca en el 1898, pero no se
percibe en su reflexión el deseo de que una cultura nacional puertorriqueña le
sirviera de telón de fondo a un Estado nacional, ni voluntad de fundar un
Estado nacional que impulsara una cultura nacional. La concepción de la cultura
de Pedreira estaba muy influida por la del alemán Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, y la de don
José Ortgega y Gasset, quien en aquella Rebelión
de las masas que Pedreira debió haber leído, rechazaba la democratización
que la Modernidad venía aportando, al igual que Spengler.
Tampoco
se observará en el escenario que Martín
Cruz Santos nos presenta, y pasarán décadas hasta que haga acto de
presencia, una reivindicación de lo que se ha llamado la herencia africana. No
será hasta que Isabelo Zenón publique su importantísimo Narciso descubre su trasero por el 1974 y José Luis González dé a
conocer su ensayo El país de cuatro
pisos¸ que esto se haga con firmeza, aun cuando el Instituto de Cultura ya
llevaba décadas incluyendo al africano en su sello oficial.
En
el 1940 el Partido Popular Democrático (PPD) triunfaría en las elecciones y
controlaría las dos cámaras legislativas, pero no sería hasta el 1948 que el
país podría elegir a su primer gobernador y que éste entonces tendría el poder
de nombrar a los secretarios que administrarían las distintas agencias
gubernamentales. Hasta aquel año se dependía del gobernador nombrado por el
presidente de los Estados Unidos para, por ejemplo, controlar la Universidad de
Puerto Rico, algo que el PPD haría ya desde el 1942.
Pero
es a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, justo antes de
aprobarse la constitución del llamado Estado Libre Asociado y después, en un
país que el PPD dominaba ampliamente y que era controlado férreamente por su
fundador Luis Muñoz Marín, que se desarrollan las “políticas culturales” en
torno a las cuales escribe Martín Cruz Santos.
Primero
sería DIVEDCO, División de Educación de la Comunidad, y posteriormente sería el
Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICPR). La primera se crea en el entonces
llamado Departamento de Instrucción Pública a finales de los cuarenta, pero
pasará al segundo, cuando este se funde en el 1955. El rol que don Aguedo Mojica
Marrero desempeñará posteriormente en aquel contexto, entre el 1957 y el 1968,
atendiendo temas educativos y culturales en la legislatura, será clave, según
Martín Cruz. Y a don Aguedo, quien a finales de su carrera universitaria se
desempeñaría como director del Departamento de Filosofía del Recinto de Río
Piedras de la Universidad de Puerto Rico, el autor le dedica el capítulo con el
cual concluye el libro.
Mojica
no perteneció al grupo de intelectuales que se desplazó del Ateneo a la
legislatura y que ha estudiado en Puerto Rico sobre todo María Elena Rodríguez
Castro. Habían sido poetas, pero pasarían a ser arquitectos del Puerto Rico que
se forjaba bajo el liderato de Muñoz Marín. Se trataba de los miembros de la
importantísima generación del treinta, cuya voz más conocida era Antonio S.
Pedreira. Sobresalían Samuel R.
Quiñones, quien eventualmente presidiría el Senado y Vicente Geigel Polanco,
responsable de la legislación social de avanzada del PPD de comienzo de los cuarenta.
Don
Águedo no pertenecía a este círculo pues, según nos informa el autor,
permaneció en Humacao, donde sí se distinguió en organizaciones culturales de
pueblo. Fue allí donde le habría conocido doña Inés María Mendoza, quien se
convertiría ser compañera de Luis Munoz Marín, y, según añade Martín Cruz,
responsable de que don Águedo fuera escogido personalmente por el líder del PPD
para aspirar a una banca por acumulación en la Cámara de Representantes, donde
llegaría a ser vicepresidente.
Martín
Cruz insiste en identificar estos intelectuales, al igual que a don Águedo,
como intelectuales orgánicos. De intelectuales tradicionales, habrían pasado a
constituirse en intelectuales orgánicos. Aquí tendríamos que preguntarnos si
Antonio Gramsci, el filósofo italiano que desarrolló el concepto en sus Cuadernos de la Cárcel y uno de los
fundadores del Partido Comunista Italiano en los años veinte, al reflexionar
sobre la dinámica estaba pesando exclusivamente en el contexto de una
confrontación estrictamente entre clases sociales, aunque allí donde se expresa
en torno a la “formación de los intelectuales” trajera a colación lo que
denominará “grupo social”[10].
¿Pero se puede hablar de intelectuales orgánicos en el contexto de un
movimiento a medias populista, o únicamente en el de lucha de clases, según
indica el autor que hizo Muñoz Marín, correcta o incorrectamente[11]?
Con esto quiero cuestionar si entre aquellos jóvenes que primero fueron
ateneístas u organizadores culturales, como lo fue don Águedo, ¿habría una
concepción de una nueva realidad social? El Estado ciertamente se
reconceptualizó, aunque más bien como consecuencia del keynesianismo en boga,
pero no hubo confrontación de dos proyectos hegemónicos, según habría de
suceder en sociedades donde hubo partidos socialistas o comunistas fuertes,
según creo que pensaba Gramsci[12].
Sea
como fuera, don Águedo, en sus doce años como legislador, se dedica con ahinco
a impulsar medidas que pretendían impactar la escuela pública puertorriqueña[13].
El autor ha incluido en el libro varias fotos interesantísimas en las que don
Águedo se ve junto a don Luis Muñoz Marín en actividades en las que se
discutían asuntos relacionados al entonces conocido como Departamento de
Instrucción Pública. Son evidencia, como la multiplicidad de documentos que el
autor cita, del interés del entonces gobernador en la formación de los jóvenes
del país. Del legislador, presidente de la comisión que atendía educación, no
nos llama la atención, pero sí que el funcionario de mayor importancia en la
isla participara tan activamente en ello.
Don
Águedo le pone fin a su activismo partidista en el 1968 cuando se da la ruptura
en el PPD entre ciertos elementos más liberales, identificados con el
gobernador Roberto Sánchez Vilella, quien pierde las elecciones de aquel año
como candidato por el Partido del Pueblo, y las fuerzas aliadas al fundador del
PPD, más conservadoras, quienes respaldaron a quien también perdería las
elecciones como candidato a gobernador, don Luis Negrón López. Después de aquel
fatídico 68 don Águedo se libera de sus responsabilidades partidistas y se le
escucha expresarse a favor de la independencia del país, según ocurrirá con el fenecido
compueblano del autor y cercanísimo amigo de Mojica, el licenciado Luis
Camacho.
Pero
no es don Águedo Mojica la figura principal del libro. Quien podría ser
descrito en cierta medida como su protagonista es Luis Muñoz Marín y es a
través de su gestión intelectual y partidista, aunque insistiendo en la
primera, que el autor nos lleva a familiarizarnos con su muy acertada interpretación
de las dinámicas culturales que caracterizaron al Puerto Rico de entonces.
Muñoz Marín es necesariamente parte de los antecedentes del nacionalismo
cultural que se vivirá en el país. Y será Muñoz quien controlará aquella
legislación cultural con la que don Águedo colabora y que establecerá cierta
normatividad, pero no porque era el caudillo para todos los efectos, sino
porque, aparentemente, estaba genuinamente interesado en lo que habría de
llegar a ser el puertorriqueño en aquel proceso de industrialización acelerada
al que él estaba sometiendo a Puerto Rico.
No
obstante, según nos sugiere Martín Cruz Santos, el muñocismo no sería homogéneo,
como tampoco pueden ser descritas de esa forma las culturas, los Estados y las
naciones. Si estos no son homogéneos y tiran de un lado y otro, es
evidentemente imposible que a partir de ellos se construya algo que no sea como
ellos. La referencia a Zygmunt Bauman, el teórico de la modernidad líquida, es
imprescindible. Este plantea las dificultades de construir una nación sin tener
a mano un Estado (29…), lo que ha sido nuestro caso. Esto lleva al autor a
plantearse muy atinadamente que, igualmente, a un Estado nacional se le hace
muy difícil mantener su apertura a la evolución de las culturas y las diferencias.
Puerto
Rico es un claro ejemplo de una cultura que llega al poder sin contar con un
Estado (33), según se ha comentado, sobre todo por el sociólogo Ángel Quintero
Rivera. No por ello ha querido crear menos ciudadanía (31) que otras naciones
con Estado. Entre nosotros también la reverencia o el sentimiento por la nación
se utilizó con la intención de trascender intereses particulares, como señala
Edwin Harvey en otra obra citada (34), o para que olvidáramos ciertos eventos,
o ciertos personajes, según lo ha planteado el citado e imprescindible Arcadio
Díaz Quiñones (84). Las visiones que se manejan en tales dinámicas, como muy bien señala el autor, poseen “principios
ordenadores del quehacer gubernamental que estuvieron presentes en la
legislación cultural del Estado muñocista” (37).
Ciertamente
aquellos “principios ordenadores” permitirían crear DIVEDCO, luego bautizarla y
posibilitarle su inmenso impacto en nuestra gente, pero lo que realmente
caracteriza la experiencia puertorriqueña es que se utilizó una cultura
específica, elaborada durante siglos según ya adelantamos, para rellenar el
vacío conceptual del Estado nacional. Se inculcarían valores patrios a través
de la antes mencionada División de Educación de la Comunidad, como mediante el
Instituto de Cultura Puertorriqueña, creado posteriormente en el 1955 (85), y
la celebración de efemérides como si fuéramos una nación soberana. De este modo
“festejar la Constitución del ELA conllevaba para el imaginario muñocista
idealizar la fórmula política establecida como “guardián de los valores de la cultura nacional puertorriqueña” (81
y 82).
Pero
tengamos cuidado. Se tendría que ver cuál era la cultura, o qué tipo de cultura
era la que Muñoz Marín favorecía. A mi mejor entender este había tomado
distancia de la celebración de la cultura nacional en la que algunos, como
Antonio Fernós Isern, su cercano colega, o su primo Miguel Meléndez Muñoz,
habían convertido el Foro del Ateneo Puertorriqueño celebrado en el 1940. Su
ponencia “Cultura y democracia” es una reflexión fría que sorprende por la
insistencia con la que el autor intenta profundizar en el concepto de
democracia, la cual define como “una actitud hacia la vida”, como “una actitud
de profunda igualdad entre los seres humanos”, como “la igualdad del alma
humana ante la vida humana”, entre otras, hasta hacerla finalmente equivalente
a la cultura: “… democracia y cultura son, en este sentido, la misma cosa noble
y grande de una dignidad humana acechada y que se defiende”[14].
Allí Muñoz apenas hace referencia a Puerto Rico, si no es para indicar que en
aquel contexto histórico - se vivía la
Segunda Guerra Mundial – nuestra isla podría ser “monasterio que preserve las
verdades profundas de la democracia y la cultura”[15].
Este
es el Muñoz Marín que Martín Cruz muy acertadamente describe como girando
“hacia el discurso normalizador del poder” (57). Muñoz toma distancia del
nacionalismo. Es más, Muñoz se revela como antinacionalista (65), pero es
porque está interesado en asumir el nacionalismo cultural que otros le habían
estado trabajando quizás sin saberlo, como recurso político y hasta partidista.
Pudo haber sido una posición de principios, pero no deja de parecer una movida
estratégica de un político que parecía no conocer más interés que el de
continuar en el poder. Creo que por aquí nos encontramos con la gran aportación
del libro. La cultura nacional, o la nación concebida como cultura, no
necesitaría un Estado nacional, soberano, que era la independencia. Con las
relaciones con los Estados Unidos que se habían formalizado a través de la Ley
Jones, la cual negaba la posibilidad del Estado nacional, bastaba y Muñoz Marín
se imaginó que los puertorriqueños quedaríamos satisfechos con la defensa y
celebración de la cultura como esta se entendía en el Instituto de Cultura
Puertorriqueña, en la División de Educación de la Comunidad y en el
Departamento de Instrucción Pública.
Creo
que sería necesario establecer una diferencia entre el modo en que Muñoz habría
de expresarse y lo que expresarían los
administradores de su gobierno. Muñoz
continuaría hablando de cultura, pero como él la entendía, más bien como modo
de vida democrático que a su parecer se podría experimentar en la sociedad que
él y su partido intentaban construir. Pero los demás insistirían en que la
nación era la cultura, según señala Díaz Quiñones en una cita del texto La memoria rota (78). Ellos
reivindicaban la cultura de las efemérides y la de la herencia histórica.
Mientras que para él la cultura sería un estilo de vida, para los subalternos
la cultura era lo que hacían sus seguidores en DIVEDCO (82), en el DIP y en el
ICPR (82).
En
este contexto las palabras mediante las cuales don Ricardo Alegría define la
cultura puertorriqueña, ¿acaso no impresionan como doblemente frívolas? “Desde
el principio definimos la cultura nacional como el producto de la integración
que en el curso de cuatro siglos y medio había tenido lugar en Puerto Rico
entre las respectivas culturas de los indos taínos que poblaban la Isla para la
época del Descubrimiento, de los españoles que la conquistaron y colonizaron y
de los negros africanos que ya desde las primeras décadas del siglo XVI
comenzaron a incorporarse a nuestra población” (152).
Detrás
de todo, según ya he sugerido, estaba el político que deseaba consolidar la
hegemonía de su Partido Popular Democrático (127). Las raíces culturales
nacionales que se fertilizaban debían de ponerle fin al nacionalismo político y
fortalecer la fe en el gobierno, pese a que este carecía de soberanía. Se
podría decir que Muñoz creía que el problema se había resuelto: “un procerato”,
escribe él mismo, “había convertido ya a Puerto Rico en nación cultural” (113)
y esto mantendría al país en calma.
¿No
es cuando se percate de que estas instituciones no contribuían, según él
esperaba, a su concepción de la cultura (abstracta y moderna), que le veremos
insertarse en las discusiones, las cuales el autor recoge tan adecuadamente, y
promoviendo protagónicamente el concepto de serenidad? ¿No es por eso que
convoca a Juana Rodríguez Mundo y a don Águedo a su residencia de campo en Trujillo
Alto en el 1958 “con el propósito de plantear la “necesidad de bregar
globalmente con todos los problemas básicos de la educación en Puerto Rico” (79
y 218)? Muñoz quiere asegurarse de que todo el aparato que dirige, incluyendo
las escuelas, atienda el asunto cultural, pero como él lo había concebido desde
el Foro de 1940.
El
Muñoz que se ha valido del nacionalismo cultural para esconder la ausencia de
soberanía que el nacionalismo político denunciaba no perdió de vista su
concepción moderna de la cultura. Debió haber concluido, como sugiere el autor
(168), que el desarrollo económico que estaba impulsando necesitaba una
estrategia cultural que trascendiera las políticas que encarnarían el Instituto
y DIVEDCO. Muñoz entonces aborda el tema de la “serenidad del alma”, tema que
no abandonará durante aquella década de los cincuenta y que es lo que le lleva
a involucrarse cada vez más en discusiones sobre el sistema educativo y a
proclamar la década del sesenta la década de la educación. Educadores como don
Águedo Mojica debieron haberse sentido reivindicados pues el gobernante
proclamaba cuantas veces podía la necesidad de que el país asegurara que su
primera prioridad fuera la educativa.
Según nos dice el autor, en uno de sus discursos se refería al puertorriqueño
como “una especie de hombre nuevo emergido de la educación pública promovida
por el aparato gubernamental” (127).
¿Pero
no se alejaba Muñoz Marín – o no había
estado alejado siempre - de las políticas culturales que afirmaban la nación al
insistir en una serenidad abstracta que no tenía vínculos culturales históricos
con el país? ¿No se daría cuenta de que se necesitaba mucho más que la
celebración de lo que se había sido?
No
creo que la nota final del profesor Martín Cruz Santos sea optimista. Celebra
por un lado, el valor que tuvo la presencia de personas como don Águedo Mojica
en momentos en que se debatieron tan importantes asuntos. Mientras que por el
otro reconoce que se troncharon las intenciones, o los “motivos”, según él lo
describe, de lo que entonces se soñó. El autor se muestra interesado en
estudiar otros momentos históricos, lo que a nosotros nos debe alegrar, pues lo
que ha logrado en este estudio anticipa valiosos logros futuros. Debemos
felicitarlo, darle las gracias y estimularlo a que continúe sus
investigaciones.
[1] Cruz Santos, Martín, Afirmando
la nación… Políticas culturales en Puerto Rico (1949-1968), San Juan:
Ediciones Callejón, 2014.
[3] Ver página 115,
en la que el autor asevera que Muñoz Marín describió lo que se vivía en el país
como lucha de clases.
[5] Radicó 33 proyectos y 10 resoluciones. Ver p. 235.
[6] Problemas de la cultura en Puerto Rico, Foro del
Ateneo Puertorriqueño, 1940, Hato Rey: Editorial UPR, 1976, pp. 269-272.
[8] Cruz Santos, Martín, Afirmando
la nación… Políticas culturales en Puerto Rico (1949-1968), San Juan:
Ediciones Callejón, 2014.
[9] Marsh Kennerley, Negociaciones
Culturales / Los intelectuales y el proyecto pedagógico del estado muñocista,
San Juan: Ediciones Callejón, 2009. Y
Dávila, Arlene M., Sponsored Identities /
Cultural Politics in Puerto Rico, Philadelphia: Temple University Press,
1997.
[11] Ver página 115,
en la que el autor asevera que Muñoz Marín describió lo que se vivía en el país
como lucha de clases.
[13] Radicó 33 proyectos y 10 resoluciones. Ver p. 235.
[14] Problemas de la cultura en Puerto Rico, Foro del
Ateneo Puertorriqueño, 1940, Hato Rey: Editorial UPR, 1976, pp. 269-272.
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